Incertidumbre

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Tenía una corona, pero no era cualquiera.

No sabía cómo había sucedido, pero estaba ahí, frente a quién-sabe-cuántos-mortales más haciendo fila para ser descartada como un desecho cualquiera, de esos ordinarios, que no se pueden reciclar; o para ser elevada como un ser superior, inmune a la peste que estaba envolviendo el mundo. 

Cada paso que daba aumentaba la angustia, la incertidumbre de lo que yo era, o bueno, de lo que estaba “dispuesta” a convertirme. Cada paso eliminaba o empoderaba mi futuro.
Aunque pensándolo bien, ya en este punto no tenía poder de decisión, me tocaba aceptar cualquier orden que me dieran, habíamos perdido todos, el derecho natural de decidir sobre nuestras propias vidas.

Mientras miles de pensamientos, se mezclaban con el latir de la ansiedad que lo nublaba todo, llegó mi turno. 

Una enfermera sacó el termómetro moderno que medía la temperatura a la velocidad de la luz y lo puso sobre mi mano…

Miedo. Ansiedad. Visaje de optimismo.

No le entendí lo que me dijo, pero las indicaciones por señales eran inconfundibles: tenía que pasar al lado de los posibles infectados. Me acababa de convertir en un desecho que aún respiraba y se movía.

Me sentí aislada, enferma, una amenaza. ¿Estaría enferma o era una equivocación? ¿La alta temperatura que había registrado sería por la cantidad de capas de ropa que llevaba encima?

Y…

Empezaron las órdenes:
1.    Siempre estarán vigilados
2.    Para ir al baño, necesitan ir encadenados con otra persona de seguridad.
3.    No pueden hacer actividades como antes. 

(milagro no se nos prohibió respirar)
Estábamos posiblemente infectados por lo que deberíamos apartarnos del mundo sano…y tal vez…morir todos aglomerados y castigados por el mismo virus. 

Tanto que deseé la corona de la victoria en todo lo que hacía, que terminé ganándome una indeseada la del Coronavirus. 

Se sentía como una sentencia de muerte. Sentir toser a alguien cerca de ti, era esperar lo peor, era un juego psicológico dañino y agotador. 

Ir al baño, podría ser la experiencia más inhumana que había vivido en mi vida. Ir acompañado de alguien, que no conoces, que te lleva como un animal sin derecho a la privacidad. ¿Acaso pensaban que nos íbamos a fugar por el inodoro?

mmm…escape, fuga, salida, ¡LIBERTAD! ¿Cómo sería estar libre de nuevo? ¿Estaría loca tan sólo pensar en una posible fuga? ¿Quiénes se atreverían a acompañarme? 

Pasaron los días y, por fin, llegaba el momento de llevar a cabo, el plan que habíamos creado entre Mateo, Lauren y yo: aprovecharíamos la noche para salir de aquel lugar. 
No sabíamos si era solsticio de verano o la ansiedad lo había vuelto más largo, pero el día se sentía eee-ttt-eee-rrr-nnn-ooo. Cada segundo era un milenio.

Cayó el sol, entró la luna a cumplir su turno y nosotros aprovechamos la falta de luz y de movimiento para caminar hacía la salida.

Salimos de nuestro cubículo y todo era extraño. Muy raro que, dentro de ese búnker de tantas reglas y órdenes, no tuviera tanta vigilancia. ¿Nos capturarían?
Estando en un país, donde no puedes escapar a las cámaras y donde la privacidad está revaluada, cualquier cosa podría pasar. 

Pero aún así, muertos de miedo, cruzamos la salida, esa puerta con cerca de metal que nos habían tenido encerrados por tanto tiempo, sin opción a cuestionar nada.

Las preguntas llegaban como un aguacero inesperado: ¿Estaríamos realmente enfermos y estaríamos cometiendo un atentado a la sociedad que estaba saludable? No lo sabíamos, pero tampoco sabíamos si estábamos realmente infectados, todo era una incertidumbre, como la vida misma.
Salimos lo más cauteloso posible. Mirábamos para un lado y para el otro, asegurándonos de no ver a nadie y de no ser vistos. 

La calle estaba oscura y fría. Nos sentíamos extasiados de felicidad, pero también de terror. Caminamos no sé cuántas horas hasta que los pies los dejamos de sentir. 
Caminábamos por una ciudad fantasma, inhabitada, silenciosa, huérfana de calor humano, ¿se habían ido todos?

Las preguntas invadían nuestras cabezas, pero el cansacio era tan grande que las palabras quedaban privadas de libertad. 
Por fin, decidimos dormir lo que quedaba de la noche en una casa que estaba justo al lado de un mini-mercado; sería bueno descansar para pensar bien cómo íbamos a seguir, a dónde iríamos. 

Aunque estábamos aparentemente libres, la libertad que vivíamos no se saboreaba como la habíamos vivido antes. Para mi, sabía a mango biche con sal, caminando por la playa de Santa Marta, dejándome llevar por el ritmo de las olas del mar. La nostalgia me invadió, pero las ganas de volver a sentirme segura, se apoderaron de mi, dándome energía para seguir. 

Lauren y Mateo se habían despertado, un poco confundidos por el cambio de lugar y el cansancio. Nos sentamos un momento en silencio, pensativos y dubitativos: ¿qué deberíamos hacer? No había mayor plan, sino que esperar unas horas más, para entender cómo era el movimiento de la ciudad, estar en un país ajeno lo hacía todo más complicado. 

Esperamos. La ciudad parecía fantasmagórica también de día. Teníamos hambre, pero no queríamos arriesgarnos a salir y quedar expuestos. Empezó a caer el atardecer en la ciudad y nos lanzamos a la calle, decidimos que íbamos a andar como si nada pasara. A la final, nada podría ser peor que estar encerrados sin saber sí estábamos contagiados o no y ser tratados como bacterias. 

Pasamos 2, 3 personas y nadie nos miró con asombro, porque estaban -afortunadamente- absortos en su celular. Logramos llegar a un refugio donde le daban comida gratis a la gente y cama dónde dormir.

Estábamos rodeados de gente que estaban esperando a ser pedidos por sus países para volver a casa. Llegamos al lugar que era. Se sentía paz, tranquilidad, seguridad al saber que íbamos a ser rescatados por nuestros gobiernos. 

Estábamos a punto de dormirnos cuando Lauren soltó una tos seca. 

Ana María Bustos

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