Vida confinada


Llevábamos 35 días encerrados en la casa sin poder salir por culpa de un virus que era más difícil de entender que la física cuántica. Algunos sufrían por falta de alimentos, mientras que otros se estresaban por tener que estar en casa, cuándo podrían haber estado de viaje en otro país. La brecha social y las diferencias de estilo de vida se ponían en evidencia con más frecuencia a medida que pasaban los días. 

Nosotros estábamos afortunadamente bien, no teníamos síntomas relacionados con el virus, habíamos tomado las medidas preventivas y tratábamos de no salir para prevenirlo. Habíamos aprovechado el tiempo en casa para adelantar trabajo, para aprender nuevas recetas y para ver series que nos habían recomendado hace mucho. No nos podíamos quejar, porque a pesar del negativismo, la ansiedad y la incertidumbre que se vivía afuera, nosotros estábamos tranquilos adentro. 

Ya estábamos pasando el último fin de semana de confinamiento y parecía increíble el tiempo que habíamos estado en confinamiento, aguantando las ganas de salir y tratando de no pensar tanto en el futuro. Faltaban menos de 48 horas para volver a lo que muchos llamaban “libertad”. 

Alejandro llamó y dijo que tenía EL PLAN para ‘despedir’ la cuarentena: un asado en su casa. Después de tantos días en la casa, cumpliendo con el aislamiento social recomendado, el plan parecía como caído del cielo y además estábamos cerca de su casa, por lo que no parecía tan descabellada la idea. 

Cuando llegamos nos sorprendimos porque pensamos que íbamos a encontrarnos con poca gente, pero parecía una fiesta donde la gente parecía tener amnesia porque saludaban de beso, de abrazos. Yo empecé a sentirme agobiada y algo ridícula: celebrando algo que no se había terminado, saludando como antes como sí nada hubiese pasado.

Los vecinos empezaron a asomarse después de escuchar tanto revuelo de gente, tanto ruido y nos empezaron a insultar y a amenazar con mandarnos a la policía. Todos los que estaban en la fiesta parecían felices y despreocupados, aún después de la lluvia de insultos y amenazas. Me sentí aislada en medio de tanta gente, no creía lo que estaba viendo ni lo que estaba sintiendo. La ansiedad se apoderó de mi y las ganas de volver a mi casa se intensificaban más. 

Había sentido tantas ganas de salir de nuevo, de sentirme “libre” y de volver a socializar de forma física con amigos, que cuando llegó el momento, mi cerebro parecía haber entrado en shock inhibiendo la dopamina y activando en exceso mis niveles de ansiedad. 
La expectativa de volver a ser como antes había nublado por completo el momento hecho realidad de estar afuera, libre, socializando. 

Ana María Bustos

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