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Eran las 7:00 a.m., hora de prepararme el primer café del día. Se notaba que iba a ser un día gris, de esos que se llenan de nubes que avecinan una tormenta, pero bueno, daba igual, estábamos en cuarentena. 

Me había acostumbrado a la rutina pandémica que se había ido instalando en mi vida. Día tras día, se iban adhiriendo nuevos hobbies a mi lista, nuevos aprendizajes de la vida hogareña y recetas inigualables que llegaban hasta sorprenderme de lo ricas que me quedaban.

 

La vida había cambiado, al menos como la conocíamos. Quizás en la oficina, sería la hora de pararme e ir a comprar un Flat White Grande en Starbucks para airear un poco la mente y tener un shot de energía líquida, pero ahora era la hora del bebé vecino que lloraba como sí se estuviese quejando de estar viviendo en este momento, durante este tiempo tan incierto.

A las 4:00 p.m. escuchábamos a nuestra vecina con vocación de soprano, entrenando su voz a punta de solfeo. A veces le hacíamos competencia cantando desafinadamente reggaetón y en otras ocasiones, la opacaban los mariachis que llegaban de imprevisto a darnos serenata a cambio de unos cuantos pesos. 

 

Cuando el sol empezaba a esconderse, el himno nacional parecía cantar su despedida, a eso de las 6:00 p.m., haciéndonos creer que quizás teníamos a un viejito patriótico que sí o sí ponía el himno a esa hora, todos-los-días.

 

Dicen que sólo bastan 21 días para que un hábito se instale en el ser humano y ya llevábamos más de 40 días en cuarentena, en aislamiento preventivo, lo que me hacía pensar que quizás ya se nos había reseteado el sistema social, que quizás estábamos haciendo un MBA en cómo ser ermitaño y lo estábamos logrando de maravilla. Claro había excepciones como en todo, estaban los que preferían arriesgar su vida por obtener un descuento escueto, pero al fin y al cabo descuento o salir como sin nada, porque “de algo había que morirse”. 

 

A la final, este virus nos había puesto la vida patas pa’ arriba y nos había ayudado a desbaratar conceptos arraigados que teníamos, como el simple hecho de ir obligatoriamente a la oficina para trabajar. Aún así pareciera que estuviéramos viviendo en una realidad distópica o en un capítulo de Black Mirror, pero en cualquiera de los casos, parecía que estábamos comprobando la teoría de las especies de Darwin:“No es el más fuerte de las especies el que sobrevive, tampoco es el más inteligente el que sobrevive. Es aquel que es más adaptable al cambio".

 

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Publicista, amante de los libros, el café y los brownies. Escribo siempre que tengo una historia que contar.

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