Un viaje sin regreso

Viajar siempre suele ser un plan extraordinario, porque empiezas a emocionarte con lo nuevo, con el cambio de ambiente, de clima, de culturas y hasta de sabores. 
Todo es estupendo, hasta que empiezas a estresarte por nimiedades, como por ejemplo, que se te está quedando algo importante, pero bueno, a la final piensas que cualquier cosa que hayas dejado, la puedes conseguir en el destino que visitarás. 

Y en este viaje en particular, todo estaba perfecto: 
1.    Pasajes comprados a buen precio (check)
2.    Hoteles reservados (check)
3.    Lista de restaurantes para conocer (check)
4.    Lista de planes para hacer en la ciudad y alrededores (check)
5.    Visa (check)
6.    Maletas listas (check)

Eran las 6:00 p.m. y nos encontrábamos en el aeropuerto rumbo a Cape Town. Habíamos recién pasado migración y estábamos tomando nuestro último café del día, mientras esperábamos a que saliera el avión. 

De repente, algo nos llamó la atención: los pasajeros del vuelo anterior estaban devolviéndose después de haber abordado, porque algo había pasado con el piloto, o bueno, eso fue lo que escuchamos. Y curiosamente, cuando ves que algo ‘negativo’ le pasa a otro, sientes cierto alivio de pensar que no estás en su lugar y así reaccionamos, como simples humanos, sin saber lo que el destino nos tenía preparado más adelante.  

7:00 p.m. y empezamos a abordar. Pensamos que lo más ‘raro’ del día, le había pasado a los pasajeros del vuelo anterior, pero nuestro viaje empezó a tornarse extraño cuando el capitán, entre risa y chanza, dijo que iba a empezar a re-organizar los puestos. Mi esposo y yo nos miramos con caras extrañadas. 

El avión de por sí, no venía con la separación tradicional de clase ‘turista’ y ‘business’, sino, de sillas grises adelante y vinotinto atrás. El capitán organizó todo, de una manera bastante sexista: mujeres adelante, hombres atrás. 
Pasaron las primeras 2 horas y todo iba relativamente normal, pese a los comentarios fuera de tono del capitán. 

Llegando casi a la tercera hora de vuelo, entramos en una tormenta fuerte. No recuerdo haber visto nunca antes, unas nubes tan grises, tan oscuras y tan bien definidas. Empezó a llover fuerte. El piloto, como un psicópata lleno de adrenalina, se entusiasmó tanto con la tormenta, que empezó a abrir partes del avión para que pudiéramos disfrutar de la tormenta desde adentro. Los hombres parecían eufóricos también con la tormenta y las mujeres sólo volteábamos a mirar con desconcierto la razón por la cuál los hombres la estaban pasando tan bien.

De la nada, el capitán anunció: “¡Qué tormenta tan espectacular! Es hora que saquen sus paraguas para ayudar a mantener la suspensión necesaria del avión”

¿Paraguas? ¿Estaba loco? ¿Se iba a caer el avión? ¿Saldríamos volando todos?

Los hombres, que a este punto parecían títeres del capitán, se levantaron de sus asientos, abrieron el escaparate donde estaba el equipaje – que por cierto, quedaba arriba en el techo y no en los lados laterales encima de los asientos – y empezaron a sacar los paraguas. 
Mi esposo no cabía de la felicidad y sacó mi paraguas fucsia, los otros hombres también sacaron sus paraguas, aunque yo sólo tenía ojos para ver todo lo que mi esposo hacía. Lo raro era, que mientras los hombres parecían tener exceso de energía y alegría, nosotras las mujeres, parecíamos estatuas con un cerebro en funcionamiento.

Todo pasó muy rápido, pero lento al mismo tiempo. Es raro de explicar, pero de la nada, tras un anunció del capitán psicópata, los hombres desaparecieron tras un chiflón, que se habría podido llevar a medio avión. Yo estaba en shock. No podía pensar, ni llorar, ni sentir. Parecía como si me hubiese convertido en una estatua en un microsegundo. La imagen de los hombres volando a millón por hora, como palomitas de maíz lanzadas a un tifón, parecía una pesadilla de mal gusto.

El ambiente se inundó de gritos, llanto alborotado, maldiciones hacía el capitán, el co-piloto, la tripulación, la vida, en fin, hacía todo. Y mientras tanto, el capitán sólo se reía.

No sé cuánto tiempo pasó, perdí la noción del tiempo. Íbamos a aterrizar, pero el capitán parecía no tener suficiente de las bromas pesadas y empezó a bajar de altura y anunció: “¿Alguna vez han aterrizado sobre palmeras? Bueno, ésta será su primera vez”.

Volví a sentir algo: miedo. Porque, aunque parte de mi se sentía muerta, siempre el instinto de supervivencia te hace reaccionar, te devuelve -así sea por un segundo- las ganas de vivir y aferrarte a la vida.  Me dio miedo morir de esa forma tan cruel, siendo anunciada tan vilmente por un capitán suicida. 

¿Quién iba a imaginar que nuestro viaje a Cape Town iba a terminar siendo un viaje a la eternidad sin tiquete de regreso? 

Ana María Bustos

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