Toda mi vida fui caminando por la misma callecita, esa que tenía pequeños locales llenos de grandes ideas, de nuevas propuestas aún desconocidas por la mayoría de los habitantes de la ciudad y donde las soledades se encontraban buscando compañía.
Nunca decidí parar y conocer algunos de esos locales, porque prefería llegar a tiempo al trabajo, elegía cada día seguir con lo que ya conocía y no desviarme locamente por lo que desconocía; porque lo desconocido siempre tiene un misterio que nos atrae, pero que el miedo mucha veces se traga entero. Todos proclamaban un dicho con tanta seguridad, que me parecía atemorizante: “Mejor malo conocido, que bueno conocer”.
Esa frase resonaba en mi cabeza como si me estuvieran diciendo, “Cuidado, que la Llorona Loca invitó al Coco y van por ti esta noche”. ¿Cómo era posible que la gente se conformara con lo malo que conocía por miedo -físico miedo- de conocer algo mejor? Sería tal vez por esa razón, que la gente se estaba casando más rápido que como lo solían hacer en el siglo pasado.
Mil teorías rondaban mi cabeza acerca de lo bueno, lo malo y lo regular de conocer algo nuevo. El miedo intrínseco que se apoderaba de la sociedad parecía querer conquistarme, pero una idea con tan poco argumento me parecía de por sí “un malo conocido”, es decir, no servía para nada.
Así que un día decidí entrar al local que más me llamaba la atención. Se llamaba B, tenía un ambiente acogedor y tal vez lo que más me llamó la atención fue el olor a pan de chocolate recién hecho que me cautivaba todas las mañanas al pasar por ahí. ¿Por qué nunca había entrado? Tal vez, la comodidad de estar siempre en lo conocido, me había quitado el impulso de querer ir más allá.
Ahí estabas tú, solo y callado.
Ahí estaba yo, nerviosa e incrédula.
Decidí comprar un pan de chocolate que tanto había querido probar y que me servía para calmar la ansiedad. Mientas me lo comía, me daba cuenta que tus ojos no paraban de seguir cada movimiento mío y era inevitable no voltear a verte.
No entiendo en qué momento tus ideas se conocieron con las mías y tu pasión por la vida se contagió de mi curiosidad. El pan de chocolate estaba igual de bueno que tu, no era tan dulce ni tan salado, estaba en el punto perfecto.
¿Qué tal que ese día el impulso no le hubiera ganado al miedo? ¿Qué tal que yo me hubiera dejado conquistar por el “malo conocido”? No sé qué habría pasado, pero lo único que sé es que la curiosidad nunca mató al gato, siempre lo salvo de quedarse dormido en la conformidad de no ir más allá de lo que ya conocía.
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